El círculo perverso de la tecnología se cierra cuando los países del norte se deshacen de la basura electrónica. La esconden debajo de la alfombra, en lugares invisibilizados del sur, algunos de ellos en África, por ejemplo. En el mismo continente del que se han extraído algunas de las materias primas fundamentales para esta tecnología. Los traficantes de basura electrónica no se preocupan del impacto de estos residuos, basta con alejarlos, con esconderlos. Y en medio de este escenario casi apocalíptico, los propios africanos se afanan por girar la tortilla, por extraer lo poco que pueda tener de positivo esta aberración tecnológica. Lo hacen echando mano de unos rasgos prácticamente antropológicos como la conexión con el entorno y la inmunización (al menos, de momento) del consumismo tecnológico más desaforado.
A mediados de octubre, el ghanés DK Osseo-Asare mostraba unas fotos en las que se adivinaban las figuras de unos jóvenes en medio de un denso humo negro, rodeados de basura. «Lo único importante es que estos jóvenes están condenados a enfermar y a morir», explicaba durante una visita a Barcelona. DK Osseo-Asare es el impulsor, junto a Yasmine Abbas, de Agbogbloshie Makerspace Platform (AMP), una iniciativa ubicada en el vertedero de basura electrónica de Agbogbloshie, cerca de Accra, la capital de Ghana, considerado el lugar más contaminado del mundo.
DK explica que los trabajadores informales del basurero sacan de él su sustento y el de sus familias, así que no es probable que abandonen su actividad, a pesar de que para ello pongan en peligro sus vidas, por ejemplo, quemando el plástico que recubre los componentes que buscan y exponiéndose a todo tipo de compuestos contaminantes y letales. Por eso, la preocupación de AMP se centra en encontrar la manera de que puedan continuar desarrollando su actividad, pero con seguridad. En paralelo, esta iniciativa pretende buscar la forma de dar nuevas vidas a esos materiales desechados. AMP es uno de los mejores ejemplos de upcycling o suprareciclado, una corriente con la que no solo se trata de reutilizar materiales descartados, sino además encontrar la utilidad que les dé un valor añadido a esos materiales, es decir, que el reciclaje no suponga una pérdida progresiva de valor, sino, al contrario, un aumento.
Muy cerca de Ghana, en Lomé, la capital del vecino Togo, Koffi Sénamé Agbodjinou es el alma de un fablab atípico, WoeLab, un lugar que pretende ser la semilla de una revolución que combina urbanismo, innovación tecnológica y transformación social. Koffi Sénamé está convencido de que la tecnología puede modificar la construcción de la ciudad y, con ella, las relaciones sociales. Más allá de las complejas teorías, WoeLab es el espacio y el ecosistema en el que se ha construido la primera impresora 3D «made in Africa» con material de desecho, la W.Afate. Este ingenio aparece como la máxima expresión de lo que Agbodjinou formula como la «LowHighTech», alta tecnología modesta.
Emeka Okafor es una de las figuras más reconocidas del movimiento maker en África, que, apoyándose en el trabajo artesanal, tiene una vertiente fundamental en la creación de tecnología. Con el paso del tiempo, se ha convertido en mentor de muchos de los proyectos que se orientan en esta línea. El ejemplo más claro de su actividad está en el impulso a la Maker Faire Africa, que celebrará su quinta edición en diciembre en Johannesburgo. Okafor sostiene una posición similar a la de los casos anteriores cuando dice que el movimiento maker, desde esta perspectiva tecnológica, «no es un fenómeno nuevo en África, sino que siempre ha existido». Este promotor de la innovación en África se refiere a la tendencia de los habitantes del continente a construir sus propios ingenios, reproduciendo instrumentos a los que no tenían acceso por los caprichos del mercado.
Okafor sostiene que en un entorno en el que los recursos escasean, como el africano, el reciclaje se convierte en una salida como cualquier otra y muy accesible. Así es como en el continente se están pariendo proyectos que sirven de modelo en los países del norte y como se pone de manifiesto el potencial creativo de unas poblaciones acostumbradas a buscar por sí mismas soluciones a las dificultades.
El suprareciclaje, la alta tecnología modesta o la artesanía de la innovación tecnológica son dinámicas similares, quizá hermanas entre sí. Comparten la voluntad, buscar soluciones a los problemas más o menos cotidianos; el instrumento, la creatividad más allá de los conocimientos formalmente técnicos; el material, la reutilización de recursos descartados, y, sobre todo, el objetivo, favorecer el cambio social.
La corriente hacker o el movimiento maker están íntimamente ligados a la sociedad tecnológica y eso hace que nuestro imaginario les dé un carácter occidental, del norte, de los países considerados desarrollados, aunque sean dinámicas con ADN crítico. Inconsciente e involuntariamente, esa conclusión es otro fruto de nuestro eurocentrismo. Koffi Sénamé Agbodjinou ofrece una reflexión ilustrativa: «En las comunidades hacker encontré muchas similitudes con los constructores tamberma del norte de Togo. Utilizan materiales locales, los que tienen al alcance de la mano; aprovechan el saber hacer de la comunidad; buscan compartir los conocimientos; reúnen a especialistas de distintos ámbitos, y se mueven por un deber de restitución, de devolver a la comunidad».
Lo cierto es que los éxitos que están cosechando estos colectivos en todo el mundo, a pesar de tener dificultades para trascender los círculos más especializados, son incuestionables. Sus impulsores, cada vez más, consiguen hacerse un hueco en las ferias, los encuentros y las convenciones internacionales relacionadas con la innovación tecnológica. Sin embargo, en algunas ocasiones aparecen como individuos exóticos, aunque es cierto que en otras personalizan un reconocimiento sincero. Sea como fuere, sus participaciones despiertan un considerable interés y en muchos casos, incluso, admiración. Estos buenos resultados (tanto los reconocimientos como las materializaciones, es decir, los artilugios creados) están favoreciendo el florecimiento de los espacios adecuados. Los eventos relacionados con el movimiento maker y los fablabs se multiplican en África, de la misma manera que en años pasados lo hicieron los tech labs y lo hacen de la mano o a la sombra de estos hermanos mayores.
Apenas quedan comunidades digitales en África que se precien que no cuenten con un makerspace o que, por lo menos, no organicen talleres o pequeñas ferias de construcción de tecnología.
Hace más de una década (una eternidad en términos tecnológicos) ya se hablaba de los «inventos» de ciudadanos africanos para utilizar teléfonos móviles, por ejemplo, en entornos rurales en los que no tenían fluido eléctrico. Lo cierto es que no ha llovido demasiado desde entonces, porque tampoco hace tanto tiempo, pero sí que parece que lo ha hecho intensamente, porque el entorno de la tecnología ha experimentado un cambio radical. La innovación tecnológica requiere imaginación, creatividad y voluntad de superar obstáculos y, sobre todo, la habilidad para llevar a la práctica esa expresión tan popular de «hacer virtud de la necesidad». La historia ha demostrado que todos esos elementos abundan en el continente africano. El elemento de ecuación que escasea es el de los recursos materiales. Pero, a la vista está, tampoco esa es una puerta infranqueable. El reciclaje se ha convertido en la forma de acceder a los materiales necesarios.
Este espíritu innovador ha llegado a África antes de que su enfoque más empresarial. En el continente se conseguían buena parte de las materias primas que han hecho avanzar la industria tecnológica, pero las grandes empresas del sector no han visto atractivo el continente para impulsar una industrialización en este ámbito. El movimiento maker y todas las dinámicas que van de su mano, por su carácter marginal (en el sentido etimológico de «estar al margen»), han conseguido colarse por las grietas que los ecosistemas digitales incipientes han abierto en el aislamiento del continente. Además de la voluntad de construir, de crear el movimiento maker (como indica su manifiesto), se apoya sobre la base del comunitarismo y del trabajo colaborativo. Y, desde luego, teniendo en cuenta estas características, no se podía haber encontrado un caldo de cultivo más adecuado y mejor predispuesto que el de las sociedades africanas.
Más allá de las capacidades individuales, las comunidades que han abrazado el movimiento maker, el espíritu open source, la filosofía hacker y la práctica del reciclaje forman cada vez una trama más tupida. Se conectan entre ellas firmemente (sin ir más lejos, los tres ejemplos de los que se ha hablado colaboran entre sí y, curiosamente, se citan unos a otros); «contagian» a otras comunidades a las que les une el interés por las tecnologías y la voluntad de cambio social, y van calando profundamente en las poblaciones más jóvenes. Todos estos cruces de relaciones, de ejemplos, de modelos, de colaboraciones, de propuestas y de materializaciones forman una compleja red que libera una energía creativa cuyo límite es difícil de determinar. De momento, lo que podemos decir es que son capaces de generar esperanza en el lugar más contaminado del mundo o de construir una impresora 3D a partir de basura electrónica.