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Deberían estar ya jubilados o de baja. Pero para 308 recuperadores ambientales de la tercera edad en Bogotá, vender chatarra, plástico y cartón es la única fuente de ingresos de sus familias.

A doña Ligia Villamarín Parra nadie la conoce por su nombre. En el barrio bogotano de Trinidad Galán todos le llaman “la abuela”. Ella les sonríe sin despegar las manos de la carretilla y sigue despacio su ruta, como un caracol con una concha a la que va echando más y más peso. Con ella lleva 50 años recorriendo las mismas calles en busca de la basura de otros. Plástico, vidrio, latas, cartón… “Todo sirve”. El reciclaje es su medio de vida y el de toda su familia. “Yo solo le pido a Dios un poquito más de vida para poderlos seguir manteniendo. Al menos unos años más”, susurra con la mirada clavada en el cielo. Hoy será un día excepcionalmente bueno: saldrá de su casa a las 5.00, arrastrará durante seis horas unos 75 kilos y recibirá 73.700 pesos a cambio. Algo más de 16 euros.

Trabaja todos los martes, jueves y sábados desde que tenía 20 años. Hoy, con 70 recién cumplidos, sigue recorriendo el mismo barrio en el que empezó y cerca del asentamiento irregular en el que vivía de pequeña. “Nos reubicaron en un lotecito en Ciudad Bolívar, pero eso era demasiado peligroso. Lo vendimos y nos fuimos a otra invasión, pero quedaba tan cerca del río que un día creció y se nos inundó”, cuenta mapeando mentalmente los balcones de quienes ya la conocen. Con sus “clientes” fijos, tiene apalabrado el acuerdo: “Con la doña de la casa rosada paso cada 15 días, con el técnico, cada vez que me llame, con la otra doña, la que está a dos cuadras de acá, cada semana”. Los nombres son lo único que se le olvida. La tensión alta y un principio de artrosis son los achaques de la edad que más le preocupan. Sin embargo, la memoria no le falla para recordar los precios del material recogido ni las caras de los nuevos recicladores. Aunque cada vez sean más.

Doña Ligia Villamarín Parra (70) tras una jornada más reciclando, a mediados de febrero, en el barrio bogotano de Trinidad Galán.

“Hay mucha competencia, sumercé”, narra algo molesta. “Esto está lleno de venezolanos que se dieron cuenta de que se puede hacer plata”. En Bogotá hay cerca de 25.000 recicladores. Cerca de 17.000 de ellos están organizados en unas 560 asociaciones. Desde 2016, la Corte Constitucional de Colombia reconoce a estos trabajadores como prestadores del servicio público de aseo y puso en marcha una campaña para formalizar el sector. A ellos les corresponde una tarifa de aprovechamiento, equivalente a 27 euros la tonelada, que se distribuyen desde organizaciones como Asocolombianita, a la que pertenece Villamarín. Ella es uno de los 308 de estos trabajadores de más de 65 años en la capital, de acuerdo con las últimas cifras de la Unidad Administrativa Especial de Servicios Públicos.

Jadira Vivanco, coordinadora regional de Latitud R, una plataforma enfocada en fortalecer el reciclaje inclusivo, celebra la normativa nacional: “Colombia es quien lleva la batuta en Latinoamérica. Tanto en la parte organizativa del gremio, como en la de políticas públicas. Aquí no se trata de voluntades políticas, sino de una norma de obligado cumplimiento. Se les paga la misma bonificación que tenían los camiones de basura por trasladar los residuos a un relleno sanitario”, narra por teléfono. “Así, al mes, además de lo que ella misma venda, le solemos entregar entre 100.000 y 120.000 pesos (unos 30 euros)”, explica Jhon Alexander Alfonso Chipatecua, ingeniero ambiental desde una de las 1.600 bodegas de aprovechamiento registradas.

Mientras Chipatecua enumera desde la oficina del vertedero los retos del colectivo, Villamarín asiente con algo más de orgullo que con el que entró. “Nosotros hacemos mucho por Bogotá pero la gente no lo ve. A nosotros no nos ven”, susurra. Ella lleva apenas siete meses acogida a este beneficio. “En la asociación en la que estuve antes me estafaron. Y antes de eso, ni siquiera sabía que me correspondía esa plata”.

Las horas pasan y el zorrillo (o carreta) pesa demasiado. El técnico –”don Orlando”, se acuerda de pronto– le entrega cinco pantallas de televisión y dos baterías para motos. Villamarín frunce el ceño. “Espero que las paguen bien y no como pura chatarra, porque están muy pesadas”. A ratos para y coge aire. Abre y cierra las manos para que no se le duerman y, con mucha ternura, le pide a algún viandante que la ayude a cargar de nuevo el carro de madera que le hicieron a medida a cambio del sueldo de una semana. “Siempre me guardo una piedra por si no pasa nadie, hacer palanca en la rueda. Yo no tengo tanta fuerza para levantarlo sola”, reconoce con algo de timidez.

Únicamente se detiene si se encuentra con alguna cara conocida o alguna moneda. La mayoría de estos veteranos no rebuscan entre las bolsas de basura, aunque es una excepción en el gremio. Villamarín es el cimiento de una familia que no ha salido nunca del círculo de vulnerabilidad. Su marido hace un par de años que no puede reciclar porque le detectaron osteoporosis; uno de sus hijos es ciego y “no hay forma de que lo contraten”. “Y el otro…”, suspira antes de que se le quiebre la voz, “el otro cogió la mala vida y solo se dedica al vicio”.

En 2050, uno de cada cuatro colombianos tendrá más de 60 años, según datos del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane). Y la tercera edad en Colombia no lo tiene nada fácil. De los actuales 6 millones de ciudadanos adultos mayores, apenas 1,7 millones tiene acceso a una pensión por vejez, invalidez o exclusión social. Y solo otro 1,7 millones se beneficia de la ayuda del Gobierno, Colombia Mayor, de unos 20 euros mensuales. Dadas las altísimas tasas de informalidad (48%) y la dificultad de ahorro, para casi 3 millones, la vejez es un sinónimo de pobreza. Es precisamente esa precariedad la que deja sin más opción que seguir trabajando en el reciclaje a más de 300 ancianos.

Lo más cotizado es el cobre, que se paga a cuatro euros el kilo; por el aluminio dan poco más de un euro; las botellas de plástico rondan los 30 céntimos, cada mil gramos. Y de ahí para abajo.

En el vertedero la reciben con sonrisas que se hacen hueco entre las mascarillas. “¡Hombre, la abuelita!”, le gritan unos. “¡Hoy le fue bien, eh!”, exclama otro mientras apila decenas de cajas de cartón sobre la pesa. “Ocho kilos, mami”, le vocea a una muchacha que anota desde la caja registradora, escondida entre bolsas gigantes repletas de desechos compactos y montañas de cartón. En su turno, Villamarín invoca todos los números a la balanza mientras se frota las manos, nerviosa. Plástico, 4,5 kilos; soplado (botellas tintadas), tres; chatarra, 60; cartón, 5,5 kilos. Por las baterías le pagan menos de dos euros.

Los precios varían en función del mercado. Lo más cotizado es el cobre, que se paga a 17.000 pesos (cuatro euros) el kilo; por el de aluminio se suele pagar entre 4.000 y 5.000 (un euro); las botellas de plástico rondan los 1.200 (30 céntimos). Y de ahí para abajo. “Las de vidrio no vale la pena casi ni cargarlas. Por eso no dan nada”, lamenta.

A unos 15 kilómetros de aquí, en las veredas del barrio El Rincón, don Manuel Calderón Salazar (84 años) no se lo piensa dos veces. “Yo recojo todo, niña. Aunque me paguen poquito. Perder, no pierdo”, cuenta. Este amable señor de habla pausada y risa contagiosa se dedicó durante 40 años a la conducción de autobuses locales. “Pero tuve un desplante con un policía y renuncié”, reconoce. Con el finiquito compró una camioneta y empezó a recoger residuos a diario. “Me daba para pagar el alquiler y llevarle la comidita a mi señora”, recuerda. “Pero cuando ella se murió se me acabaron las ilusiones”. Poco a poco, dejaron de salirle las cuentas. “Ganaba lo justo para la gasolina. Así que lo vendí y ahora ando con esto”, dice señalando un carro de supermercado ennegrecido y con una de las ruedas estropeada.

Don Manuel Calderón Salazar (84 años) sale del vertedero en el que vendió su material de hoy con poco más de un euro de ganancias.

https://elpais.com/planeta-futuro/2022-02-23/los-veteranos-del-reciclaje-toda-una-vida-recogiendo-basura.html

 

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